Un cinco de enero por la noche,
cuando tenía once años, la luna de sangre comenzó a visitarme cada 28 días. Contradictoriamente,
mi madre dijo que era un premio de los Reyes y en seguida agregó: ya sos mujer.
A la
semana me entregó un costurero de mimbre, la tapa decorada con rosas de tela.
En su interior me espiaban agujas, dedal, tijera, hilos de colores. También
recibí el equipo para tejer y madejas de lana. Debía seguir la tradición
ancestral de toda niña que se convierte en mujer.
Solo por
curiosidad empecé mi aprendizaje con el tejido, que me llamaba en ecos
misteriosos. La lectura de la versión infantil de La Odisea —y la imagen de
Penélope— habían quedado impresas en mí. Razonaba que si en alguna ocasión tuviera
la necesidad de destejer, para hacerlo apropiadamente, primero tendría que
haber aprendido el oficio. Una nunca sabe lo que le deparará el futuro.
Tozuda,
arremetí con el punto arroz, el más simple. La labor progresaba en forma
desigual: apretada en un tramo, floja en el siguiente. La niña que intenta ser
hacendosa y teje como un marinero. En esa etapa ejercía el pensamiento
positivo: acaso el gran Ulises, el héroe de mi infancia ¿no habrá urdido redes
o las habrá remendado en sus largas navegaciones?
Un punto
al derecho, un punto al revés. Con cada lazada el ansia de rebelión se
doblegaba en la obediencia sin réplicas. Esa docilidad iba más allá de las
estrictas reglas asimiladas, se originaba en el temor de cómo se debía
comportar una mujer en un ambiente arbitrario, incomprensible. Y ocurría porque
la norma máxima de la familia era el tributo al silencio. Nadie con quien
hablar de las lunas rojas, qué significaban esos ciclos, sus consecuencias, los
cambios en mi cuerpo, en mi sustancia íntima.
Al
regreso de la escuela tejía mi aburrimiento, mi soledad de hija de la vejez, de
niña sin juegos ni amigos. Practicaba el arte de ser una tejedora de cuentos,
mientras se los relataba a la muñeca de plástico, mi callada compañera.
Procedía
con interminables bufandas, con el fin de proteger los cuellos de cientos de
doncellas acechadas por vampiros. O para calentar a los pequeños huérfanos
vagabundos en las calles nevadas de Dickens.
Alternaba
los colores con audacia, como si el cielo se hubiera estrellado en un prado de amapolas
y el gris de las piedras enrojeciese con el ardor de un incendio.
En las
tardes de primavera solía distraerme; las agujas, en su ir y venir, herían la
lana azul que se teñía de púrpura.
A los
doce años enrollé todo, guardé los elementos en un estante alto del armario. Algún
día volvería a usarlos para seguir investigando mi femineidad.
En ese
momento mi preocupación era otra: me había enamorado.
© Mirella S.
— Diciembre 2015 —