Foto de Mirella S.
Las cáscaras confitadas de limón y de naranja, los canditi, como los llamaba mamá, fueron algunos
de los escasos dulces que tuve en mi infancia.
Ella los preparaba en grandes cantidades, eran económicos en épocas donde no se desperdiciaba nada. Solo hacían falta naranjas —que se conseguían por pocos pesos en la feria de la calle
Piedrabuena— y un par de quilos de azúcar. Los limones los proveía el limonero,
alto y fecundo, que señoreaba en el pequeño huerto detrás de la casa.
El proceso previo era el que despertaba mi interés:
ver cómo mamá cortaba en tiras finas, parejas, la cáscara porosa de las frutas. Antes
había exprimido las naranjas para hacer jugo o pelaba los gajos, sacándole piel y semillas, la única forma que yo los comía.
La cocción tomaba un tiempo; el
azúcar se disolvía en un almíbar cristalino y se adhería, en un abrazo ardiente, a las tiritas que, ablandadas, se arqueaban voluptuosas dentro de la olla.
El milagro se producía después, cuando ella las
retiraba del fuego y dejaba que se enfriaran, tan lentamente como se habían
cocinado. Entonces el azúcar se tornaba escarcha consistente, formando una
capa irregular que envolvía cada cáscara en vestidos extravagantes.
Mamá llenaba enormes frascos de vidrio y duraban lo
que un suspiro. Siempre ponía unos trocitos junto al pocillo de café, que yo
no tenía permitido beber.
Me desquitaba a la hora de su siesta, sacaba
puñados de canditi y los comía en el
huerto jardín, en mi rincón preferido, debajo del limonero.
Muchas veces le escuché decir con su voz cantarina:
debe visitarnos con frecuencia algún duende goloso al
que le encantan mis canditi.
© Mirella S. — 2011 —