Acabo
de recibir tu mail.
Me
cuesta creer que alguien pueda usar todavía el correo electrónico, una forma de
comunicarse del siglo pasado. Dejé de revisar si tenía mensajes, además puse un
filtro que manda los correos de todos mis conocidos a la carpeta de Spam. Recurso inútil: nadie me escribe.
Vine
a mirar por pura casualidad o fue una especie de alerta o intuición, llamalo
como quieras, Samanta. Hasta me costó recordar la contraseña, eso te dará una
idea de cuánto hace que no abro el correo.
No
sé por qué me acuerdo de la peli de Meg Ryan, You’ve
got mail, que la pasaban a cada rato en el canal que miran los dinosaurios y le gustaba tanto a mi vieja. Yo no tengo ninguna ansiedad ni espero nada,
pero el tuyo me da un poco de asombro y curiosidad, emociones de las que había
olvidado la sensación.
El
asunto dice Confirmar; el
interés ambiguo que me despierta le gana a la apatía y al aburrimiento con los
que convivo. Decido echarle una ojeada antes de borrarlo.
Lo
enviaste vos, una tal Samanta —a quien no conozco— y se me manifiesta el
impulso de contestar. Lo firmás despidiéndote con un beso. La efusividad del
mensaje me descoloca ¿un tipo responde los mensajes mandando un beso o es cosa
de gays?
El
correo es muy breve, sólo pide la confirmación de haberlo recibido. Quedo en
blanco.
Voy
hasta la heladera, que la vieja por fin instaló en mi cuarto, y husmeo la
crisis existencial que emana de los estantes pelados: una pera con manchas
marrones y fofa al tacto, unas salchichas de viena cubiertas por un verdor sospechoso,
medio limón ya exprimido. Pronto vendrá a recargarla, aunque preferiría que
dejase las cosas en el pasillo, junto a la puerta. Saco la última lata de
cerveza, mientras la bebo pienso qué te respondo.
Escribo
decenas de borradores, cuando la respuesta es bien simple. Inclusive puedo
obviarla, le doy responder al remitente y asunto concluido. Pero algo se
apodera de mí, como si la vida volviese a circular en todo mi sistema y la
sangre se entibiara nuevamente, con un cosquilleo amable bajo la piel.
Las
horas entumecidas por la pereza se descontracturan, el reloj avanza tan veloz
que me preocupa la lentitud de la respuesta que no surge.
Hago
sonar los nudillos y masajeo mis dedos. Vos, una desconocida, pide una
confirmación de algo que no sé y me manda un beso. No puedo improvisar, mis
comunicaciones con el mundo exterior son tan esporádicas que cuando aparece una
oportunidad no debo dejarla escapar. Tengo que expresarme a fondo, decir todo
lo que callo, metido en mi aislamiento voluntario, rodeado por mis chiches
electrónicos y la pila de libros que compro por Internet.
Es
necesario que encuentre las palabras adecuadas para enunciar los pensamientos
que rondan por mi mente, esas falacias que son mi refugio. Aunque no le
interese a nadie, es mi legado para este mundo de mierda.
Pero
el anhelo se enrarece, los preceptos que son mi constitución —que a veces se
amparan en bastiones y terminan rezumando un olor putrefacto, porque están ya
muertos—, esas convicciones, te decía, han volado como cenizas al viento. Ahora
soy un hueco en el aire. Necesito volver a construirme, diseñar nuevas ideas.
Quizás
sea el momento para que se me caiga alguna lágrima desnutrida de mi ojo
derecho, el único que todavía tiene la capacidad de secretar cierta humedad.
Agacho la cabeza y me concentro, pero el estupor pálido que me produjo tu
correo desapareció.
Te
saludo, Samanta, confirmo que recibí tu mail.
Federico
© Mirella S. — 2014 —
Hikikomori: literalmente "apartarse, estar recluido”, es un término
japonés para referirse a personas que han elegido aislarse y abandonar la vida
social.
La
mayoría de los hikikomori son varones entre los quince y veinticinco años, mantienen
contacto con el mundo exterior solamente por la computadora, la televisión y
los videojuegos en línea. Sin embargo, en casos extremos, el hikikomori puede
cerrarse incluso a esto y permanecer horas y horas sin realizar actividades de
interacción social. Algunos viven en medio del caos más absoluto, otros, en cambio, son obsesivos en el orden de todo lo que acumulan en su habitación
Este
fenómeno comenzó en Japón, aproximadamente en el 2004, pero se ha ido extendiendo
a otros países.
Por si les interesa, este videito ilustra muy bien cómo viven