jueves, 28 de marzo de 2013

Vía Crucis romano





Recuerdo el fervor casi sagrado de cuando preparé mi primer viaje a Roma. Era muy joven e inmediatamente establecí un vínculo visceral con la ciudad, como si nos perteneciéramos. La sensación fue llegué a casa, nunca te vi antes y solo me falta descubrirte. Y así lo hice. Equipada con la cámara fotográfica, el imprescindible mapa y la guía turística, salí a patearla hasta descoser las zapatillas.
Era un mayo cálido y luminoso, con el aroma del verano que se desprendía de las piedras antiguas, de las paredes del color de los duraznos maduros. Estaba tan absorta mirando y olfateando, que me olvidé de sacar fotos, de seguir los itinerarios rigurosamente planeados. Recuerdo que crucé el Tíber y me perdí en las callecitas de Trastevere.
En mi memoria Roma quedó como una postal detenida en el tiempo, y ese recuerdo se mantuvo inalterable en mi nostalgia.

Volví diez años después, sosteniendo esa ilusión juvenil, pero Roma ya no correspondía a la imagen que había guardado. Llegué un Viernes Santo, con un sol diluido y un mundo de visitantes. En mi ingenuidad e ignorancia no había hecho ninguna reserva y todos los hoteles y pensiones estaban abarrotados, incluso en los alrededores. Así me lo hicieron saber en la oficina de turismo. 
Sola con mi valija, sentada en la escalinata de Santa María Maggiore, intenté alejar el pánico que me subía por la garganta. No lograba ubicarme en esa realidad hostil, indiferente. La tarde se enfriaba y se convertía en crepúsculo. 
La única opción que me quedaba era recurrir a un primo, a quien había visto un par de veces, diez años atrás. Tenía una idea vaga de donde vivía y busqué una parada de taxis. Esperé más de una hora hasta que se detuvo uno vacío. Tardé casi otra en llegar a destino, totalmente consciente de que el taxista me estaba paseando. Reconocí el edificio y me acordé que mis parientes vivían en el último piso. Mi agotamiento me impidió pensar qué haría si no estaban en casa, si aprovechando la semana Santa, se habían ido de viaje.
 Toqué el portero eléctrico. Me contestó una voz impersonal. Fue embarazoso explicar quién era y porqué le tocaba el timbre a esa hora un Viernes Santo. Mi primo bajó, me ayudó con la valija, sostuvo mis manos heladas y dijo que no me preocupara, tenían libre el dormitorio que había sido de su suegro.
El recibimiento de los demás integrantes de la familia fue formalmente correcto y eso, dadas las circunstancias, era más que suficiente para mí. A solas en el cuarto, me reencontré con mi lado optimista.

Recostada en una cama monacal, me perdí en los arabescos del empapelado, en la multitud de fotos color sepia, desplegadas en una composición simétrica en la pared de enfrente. Es probable que haya pensado mañana volveré a sentir la tibia respiración de Roma sobre la piel…
Mis primeras incursiones me revelaron que cruzar una calle se había convertido en un acto heroico. Las motos proliferaban de un modo alarmante. Como pequeños caballos metálicos al galope, aparecían desde cualquier esquina e impávidas transgredían semáforos y señales. Eran las dueñas de la ciudad.
Sin embargo, de a ratos, en pequeños retazos, recuperaba esa atmósfera particular de lo que había conocido y amado. Por supuesto, fuera de los circuitos tradicionales, lejos del frenesí de autos y Vespas, de las columnas de turistas demorados por el asombro y las fotos, de romanos vociferantes. Además de la Fontana de Trevi, hay muchas fuentes, más íntimas, menos espectaculares en lugares insospechados. Me alejé de la Basílica de San Pedro y encontré pequeñas joyas renacentistas o barrocas en barrios apartados.
Y lejos de los negocios aristocráticos de Via Condotti, en una zona de edificios pardos y descascarados, encontré la trattoria “da Giovanni”. Allí pude sentir otra vez, que había vuelto a casa. 
El local estaba debajo del nivel de la calle; había que bajar unos cuantos escalones y acostumbrarse a la luz exigua que aportaban algunos apliques en las paredes color humo. 
El lugar era rústico, sin pretensiones. El olor de la comida casera me tocó los labios en un beso de bienvenida. Un único mozo zigzagueaba, con rapidez y eficiencia, entre las mesas apretadas. Giovanni —el dueño— robusto y gentil, detrás del mostrador le alcanzaba los platos. Desde la melancolía proveniente de algún punto remoto, un aria de Verdi se filtraba a través del ruido de la vajilla y de la voz baritonal del mozo, que gritaba los pedidos.
       
Regresé a Roma en varias ocasiones y cada vez la encontré más caótica, penosamente sucia. Siempre busqué los rincones olvidados, las calles perdidas. En lo de Giovanni parecían esperarme. Eran otros mozos, otras caras, el mismo ambiente, tal vez un poco más viejo, más oscuro pero acogedor, como cuando se llega a casa.




©  Mirella S.   — 2013 —







             

6 comentarios:

  1. Yo no he estado en Roma nunca pero estos cambios que descubres después de visitar una ciudad después de muchos años es normal. A mi me pasó con un pueblo de costa, marinero, donde solo veraneaban cuatro hipies... Volví a los muchos años y eso fue un cambio total, no tenía nada que ver con lo que recordaba, seguramente que para el lugar es genial ya que el turismo genera mucho dinero pero la imagen del pueblo al menos para mi desmejoró mucho.
    Supongo que es el pago del progreso....

    Un besote Mirella :)

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    1. ¡Nieves, sos un amor, volviste a comentar este post!
      Te agradezco mucho y nos seguiremos encontrando.
      Un enorme abrazo

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  2. Gracias por los viajes, 2X1 y gratis, que me regalaste. Justamente mi esposo se fue el lunes pasado, acompañando a un grupo de alumnos, a Inglaterra, París y su último destino antes del regreso será Roma y estaba aliviado de no llegar allí para Semana Santa. Imagino que no es el mejor momento para recorrerla. Aunque gracias a eso saliste del circuito convencional, te encontraste con la parentela y la revisitaste, lo cual no es poco. No me cabe dudas de que debe ser prodigiosa.

    Un abrazo.

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    1. Sí, Fer, para mí lo fue. También fue un viaje interior, una búsqueda de mis raíces. Si bien yo nací en el norte, fue llegar a Roma y sentir que era mía, cosa que no me pasó en otras ciudades.
      Decía qué bello lugar, qué hermoso paisaje tiene alrededor, pero nada igualaba la sensación "romana".
      Un hermoso misterio.
      Otro abrazo.

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  3. Felicitaciones por este interesante y personal blog.
    Me encantan las fotografías de esta entrada y la cita escogida de C.Andersen. Saludos y buena semana.
    Ramón

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    1. Gracias Ramón por tu visita y bienvenido.
      Por lo que vi en tu blog, es muy interesante el trabajo que hacés enseñando a utilizar el photoshop. Algo que siempre me hubiera gustado aprender, pero que la falta de tiempo me impidió.
      Un saludo muy grande y volvé cuando quieras.

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