In
memoriam
Fuiste un
hombre interesante.
El perfil
de bronce de un emperador, acuñado en una moneda romana. El pelo oscuro,
apenas estriado de canas. Los ojos, dos carbones que arden bajo el
matorral de las cejas. Típicamente latino, no eras muy alto, pero te mantuviste
delgado, inquebrantable en tu austeridad ante las tentaciones gastronómicas que
mamá nos ofrecía.
Nadie se
hubiera imaginado que vos, el guerrero de piedra que nos imponía las reglas del
cuartel, tuviera ese toque de coquetería.
Así, te
preparabas unos extraños menjunjes a base de hierbas: ortigas, granos de anís,
de granadas y otras cosas. Los hacías decantar en agua destilada y, al final,
agregabas unas gotas de alcohol.
Para la
caída del cabello usabas uno, del que no recuerdo los ingredientes. Te
empapabas el pelo con la pócima milagrosa y friccionabas vigorosamente el cuero
cabelludo. Otro era una especie de loción para después de afeitar y también
para masajearte la cara por las noches. Casi no tenías arrugas y nadie
acertaba con tu edad.
Quisiera
recodar la mezcla de yuyos que usabas (mis cremas no son tan eficaces) y
revivir en mí la satisfacción que salía por la negrura de tus ojos
cuando las personas se asombraban ante el número de tus años.
También
hacías una máscara de clara de huevo batida a nieve, que extendías por tus
pómulos y por tu frente. Insistías en compartirla conmigo. Durante el proceso
de secado se tornaba una película bien tirante y nos mirábamos, yo intentado
contener la risa, para que no se agrietara y vos controlando cuánto tiempo
aguantábamos en el rol de estatuas. Por supuesto, me ganabas.
Exteriormente
sólo heredé tu mirada; de mamá, tal vez, la forma de sonreír. Ella era todavía
más blanca que yo, con los ojos claros como un mar transparente, baja, gordita,
con un pelo gris prematuro, cortado a la garsón, como decía. De
joven había sido muy linda. Vos le llevabas veinte años y cuando salían
juntos le decías formamos el número 10. Ella no se ofendía y te
dedicaba su risa, como el tintineo de campanas tubulares mecidas por el viento.
Me
gustaban mucho tus manos, alargadas pero fuertes, morenas. Después de trabajar
en el jardín-huerta, que cultivabas con dedicación en el fondo de casa, te las
untabas con otro preparado de glicerina, limón y un poco de azúcar, para
exfoliar las células muertas.
Por las
mañanas hacías flexiones, de las que me escapaba con cualquier excusa. Cuidabas
mucho tu aspecto y tu cuerpo. A pesar de las inclemencias pasadas en tu servicio
activo en la guerra, tenías una salud excelente y te permitiste vivir hasta
casi los 87 años.
Para
combatir el reuma tomabas —desnudo— baños de sol en el patio, y tu
piel adquiría un envidiable color caramelo. En esas ocasiones teníamos
prohibido acercarnos a esa parte de la casa.
Cuando te
dolían las articulaciones te frotabas con un linimento que desprendía olor a
menta y alcanfor, de cuyas bondades te enteraste en la sección “La
página de la abuela” de una revista italiana a la que estabas suscripto.
Nunca
salías sin saco y tenías para el verano uno clarito.
Recuerdo
la anécdota de las sandalias, tu indignación y asombro. Habías traído de Italia
un par de sandalias de cuero marrón que te ponías en los días de calor. Por
esos años era algo inusual que un hombre calzara sandalias. Yo escuché cuando
le contabas a mamá que desde un camión te gritaron largá esas
chancletas, pedazo de marchatrás.
Como en tu
diccionario bilingüe no figuraba esa palabra, le preguntaste el
significado a don Manolo, el vecino español, quien se quedó muy confundido, sin
saber como explicártelo y terminó diciéndote: joer, don Félix, que lo
han tratao a usté de afeminado.
Igual
seguiste usando las sandalias y al calzártelas, con aire digno, a veces
murmurabas marchatrás, marchatrás será tu padre, sólo que en
italiano utilizabas expresiones más groseras.
Hoy
prefiero ver reflejado en el espejo de mi memoria tus aspectos bizarros y
escapar del temor a desencadenar tu ira.
Y, por los
dos, quiero olvidar la desolación que me producían el silencio y el aislamiento
que te impusiste —y nos impusiste—, que impregnaban la casa de una atmósfera
glacial, en la que rondaban los atroces espectros de tus soldados muertos, tu
añoranza por la patria lejana.
©
Mirella S. — 2012 —
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